El catalanismo anda últimamente un pelín desnortado, confuso. Camina tremolante, desbarajustado, como pollo sin cabeza. No sabe si ha fracasado, pues la República de los Ocho Segundos (ROS), en el exilio de Waterloo, no acaba de fijar un itinerario que ilusione a la parroquia… o si ha triunfado, con un gobierno de España como nunca soñó, a su merced, besando sus pies y lamiéndole el trasero con unción. Por si fuera poco, irrumpe en escena, como elefante en una cacharrería, el pujante fenómeno «Orriols» que amenaza con requisar el voto a la antigua CiU (“Junts”), y también a ERC, aunque a ésta a medio plazo, en las comarcas de la Cataluña interior, es decir, aquellas con mayor implantación nacionalista. Y, éramos pocos… si bien el interés público en el asunto ha decaído considerablemente por la tardanza en instruirse la causa, se celebran al fin las primeras sesiones del juicio contra el clan Pujol, con el Padrino, el Molt Honorable, ya viudo, completamente fuera de órbita en virtud de su edad provecta.
Con todo, aprecio que en medio de ese desconcierto espasmódico, el nacionalismo transita por una vez la senda que le es propia. Hace unas semanas propuso trasladar la región al ámbito de la diacronía instaurando un huso horario diferenciado del que rige (véase “Una horas menos en Vilamacolum”) en el resto de España y ahora exige un notable desempeño en el dominio de la lengua catalana para acceder a una plaza de sepulturero en el cementerio municipal de Vich. Fantástico. Todas aquellas patochadas de la reducción del paro al 0’5% con la proclamación de la independencia o la drástica disminución del cáncer no tienen ya recorrido, pues de esgrimirse de nuevo en una futura efervescencia separatista olerían a comistrajo refrito apto sólo para organismos tubulares simplicísimos, “boca/ano”, sin una neurona activa.
Pero la exigencia del nivel B, o C, de catalán, a los sepultureros en Vich es congruente con la naturaleza originaria y fundacional del nacionalismo autóctono, pues nos instala de nuevo en las vaporosas coordenadas de la mitomagia y de la trascendencia, en una república que, como el reino de Cristo, no es de este mundo: ese éxtasis quedo, bocones abiertos, estremecimientos de placer y lagrimales húmedos ante consejas y leyendas medievales con el culillo prieto (… amb son germà, lo comte de Cerdanya, com àliga que a l’ àliga acompanya”*) y la chorra morcillona y a un par de versos más de desnatarse torrencialmente.
Va de suyo, el sepulturero ha de saber, palada a palada, enjugándose el sudor de la frente que, si ha de dirigir un postrero epicedio al finado, de cuerpo presente, habrá de hacerlo en catalán. O de lo contrario, éste se removerá inquieto en el ataúd y contactará con la superioridad para que le incoen un expediente disciplinario por avieso sayón colonial que malogra su tránsito al más allá en irreverente profanación idiomática. El busilis de la queja es perfectamente comprensible: queremos, no sólo vivir, si no también morir en catalán. “El muerto al hoyo y el vivo al bollo”, dicen, sí, pero en la lengua de Pompeu Fabra. Que no somos perros, joder. Los catalanes, cuando asistimos a unas solemnes exequias nos comportamos como personas aseadas y gentiles, no como los españoles que son capaces de hurgarse los dientes con un palillo y de rascarse el trasero, cuando no de acomodarse las partes chocarreramente mientras el sacerdote pronuncia el responso con el semblante transido de elevados y píos sentimientos.
Vich ha visto cosas de enorme gravedad en estos años y no es cuestión de añadir, a tanto dolor y postración, nuevas penurias. De modo que habríamos de dar nuestro pláceme a esas últimas voluntades lingüísticas adoptadas por los preclaros munícipes de la corporación. Espicharla no es plato de gusto, pues siempre se quiere vivir un día más, pero si la diñas en catalán, la cosa es más llevadera.
En el año 1991 ETA metió un coche bomba (más de 200 kgs de explosivos) en la casa cuartel de la Guardia Civil de Vich asesinando a diez personas, cinco de ellas niños, y causando heridas a más de cuarenta. El “Comando Barcelona” fue el autor del atentado y su máximo responsable Juan Carlos Monteagudo, ex de Terra Lliure. Su proyecto criminal consistía en dañar la imagen de los Juegos Olímpicos a celebrarse el año siguiente en Barcelona. Vich tenía opciones de convertirse en subsede para la disputa de un deporte de exhibición, el hockey sobre patines. La gestión municipal de la tragedia fue un bodrio especialmente nauseabundo que, transcurridos más de treinta años, causa sonrojo. El alcalde era Pere Girbau (CiU) y se opuso a autorizar una manifestación en repulsa por el atentado. Con todo, unos meses más tarde, encabezó otra de muy distinto signo, ésta contraria a la apertura de una nueva casa cuartel en la localidad. No hace al caso llamarle hijo de puta, pues sabido que las prostitutas también son madres, sus hijos no tienen por qué sufrir el baldón de la equiparación con el interfecto. Ese individuo dejó de respirar hace un par de años y ahora su alma sucia y garrapatosa anda recociéndose en las calderas de Pedro Botero por toda la eternidad.
Casi dos décadas después del atentado, la corporación vigitana consintió al fin en colocar una placa conmemorativa del siniestro episodio. El alcalde de aquella hora, Vila d’ Abadal (nieto de uno de los fundadores de UDC), ni siquiera asistió al evento. Mérito que le valió convertirse en el primer presidente de la autodenominada AMI, “Asamblea de Municipios por la Independencia”, o cosa parecida. Un sujeto, pues, de parecida calaña a la de su predecesor en el cargo. Vich y comarca (Osona), una cosa lleva a la otra, son famosas por la elaboración de embutidos. El porcino, con o sin peste africana, queda por lo antedicho acreditado, es uno de los sectores punteros de la localidad.
El terrorismo no consiste solamente en el suceso criminal, su preparación, ejecución, mortandad, consecuencias políticas y esclarecimiento y sanción judicial, si la hubiere. Tiene múltiples derivadas. Además del respaldo mensurable de un segmento de la población a los atentados criminales, también opera efectos muy diversos en el conjunto del paisanaje. Uno de los más bochornosos no es necesariamente esa sintonía en medios y fines, si no el envilecimiento, la infamia moral en que incurren quienes voluntariamente se apartan y distancian asqueados de las víctimas por considerarlas estorbo, molestia o elemento de distorsión. “Esos aguafiestas de las víctimas”. O por qué la equidistancia no es tal, si no factor que refuerza y juega siempre a favor del terrorismo, de la comisión de nuevos atentados. Es decir, la pretendida “equidistancia” potencia la capacidad destructiva de la dinamita. En esa doctrina los insignes alcaldes de Vich, Girbau y Vila d’ Abadal, fueron auténticos profetas.
Durante el delirante y cansino “Proceso” separatista, la plaza mayor de Vich fue escenario de una llamativa performance siendo plantadas tantas cruces amarillas como víctimas censadas hubo de la supuesta represión policial, más de mil, por el ilegal referéndum separatista de 2017. De entre tantos testimonios destaca el espeluznante relato de Marta Torrecillas (ERC) que, incomprensiblemente no fue tomado en consideración por el Tribunal Penal Internacional, el mismo que juzga los crímenes de guerra habidos en la antigua Yugoslavia: “Los agentes de la Policía Nacional me tocaron las tetas y me rompieron los dedos de las manos uno a uno”.
Tras el fugaz fenómeno “Anglada”, natural de Vich, fundador de PxC (Plataforma por Cataluña), la localidad se perfila como uno de los posibles caladeros de votos del partido de Silvia Orriols, Aliança Catalana, que, precisamente ahí cursó estudios universitarios, aunque no parece que se le pegara nada bueno de su hijo más ilustre, el gran pensador Jaime Balmes. De modo que dejamos Vich atrás, sumida en la persistente neblina que teje a su alrededor un velo de íntimas e ínfimas miserias ocultas a las indiscretas miradas de los foráneos. Ahí queda el sepulturero, la piqueta al hombro, como en el poema de Bécquer, cantando entre dientes/ se perdió a lo lejos… Dios mío, qué solos/ se quedan los muertos.
Nuestro sepulturero le habla en catalán al finado a la espera de una respuesta del más allá mientras echa un pitillo, pues la lengua elegida como “propia” por Dios y por don José Montilla contribuye a la sustentación de ese fenómeno estético omnipresente en la fascinante obra poética de Baudelaire que los estudiosos llaman “petrarquización” (por idealización) de la muerte. Acaso, demorada, le llegue esa respuesta de ultratumba a través del tablero Ouija. Pero que nadie entre en pánico, la firma ETSY también los comercializa (“tauler”) en catalán, según he podido comprobar en su página web.
(*) «… Junto a su hermano, el conde de Cerdaña/ como águila que al águila acompaña» (versos del poema «Canigó», de mosén Jacinto Verdaguer)

La plaza Mayor de Vich sembrada de cruces amarillas en sentido homenaje a las víctimas de la atroz represión policial durante el “Proceso”. Ni Sarajevo.







